Había mucha gente en aquella fiesta. Tanta que resultaba
incómodo. Me excusé y mis pasos me encaminaron a una caracoleada escalera de
mármol blanco. Casi por instinto subí apoyando mi mano por la barandilla que
guiaba al Olimpo. Parecía que el sonido
iba disminuyendo. Puede que fuese sólo una ilusión. Pero por el momento me
servía.
La puerta que yo supuse que sería la del aseo, abrióse. Me asomé y vi que no era un lavabo, como en
un principió pensé. Un horror vacui de vivencias se posó ante mí. Era una
habitación grande, parecía incluso que debía sobresalir de la estructura de la
casa misma. En un primer vistazo, sólo pude sacar en claro que lo que allí
pasaba no era del todo normal. Unas moscas alimentaban el odio de una tortuga
famélica. Unos marineros turcos bailaban al son de las palmas que un gran
gorila brindaba. El camarero que en la fiesta estaba sirviendo copas, ahora era
un trilero con negocios turbios con los poetas que la salida vigilaban. Un
peluche un tanto anticuado sembraba sueños huérfanos con el único fin de recoger
el más puro de los deseos. Supe que ese era mi sitio.
Intenté buscar la puerta para comunicar a mis amigos que no
me esperasen, pero como ya me lo expresó el guiador de almas que deambulaba
sobre un gran elefante,
ya era demasiado
tarde. Los afrodisíacos placeres del delito eran ahora mi reino.