Aquella dulce y sonora fuente no salía de mi cabeza. Era
algo fuera de lo común. La gente que pasaba a su alrededor adquiría un color
tibio y sombrío. Los largos mantos de agua cristalina recubrían los fuertes
pilares de mármol con una textura propia del Olimpo. Era difícil no creer en la
divinidad de tal monumento. A veces, cuando los bravos riachuelos bajaban de la
montaña enfurecidos, la fuente sobrepasaba su propio cauce y se convertía en un
lago de sueños y lágrimas perdidas.
Un día, un día cualquiera, por fin tuve el valor de
acercarme a mirar de frente a aquella fuente afluente. Mis ojos me dieron los
momentos más puros a los cuales un hombre puede aspirar. No era mágica la
fuente en sí, la magia residía en lo más profundo de aquellas livianas aguas.
Era algo parecido a una moneda, aunque muchos dirán que las monedas no son
cuadradas. No consistía en eso. Nunca tuve el valor de pensar lo que podía ser.
La fuente siguió brotando aún sabiendo que yo conocía el más
profundo de sus secretos. Callé por miedo a perder la pureza que una vez pude
soñar al sentir en mí todos los sentimientos que desbordaban de aquella
marmolizada fuente. Era algo parecido a sentir. Después de ello, la fuente fue
desapareciendo hasta perder su pureza totalmente. Yo, en el más nefasto de mis
actos, le robé la pureza que un día un niño pequeño no tuvo el valor de
entender.