Surcaba las calles con mi gran bicicleta amarilla. Bordillo
y desmesuras del Olimpo no eran problema. Secuencias de idénticas personas
creyendo hacer algo diferente. Catalogaba por loco a todo aquel a que la gente llamaba
cuerdo. Y viceversa. No estaba seguro de porque la ingravidez de la tierra
afectaba a las mentes obtusas que lamían bordes de sobres para pegarlos entre
sí. No querían que nadie leyese lo que iba dentro del sobre.
Cayó el silencio nupcial y salpicó de brea el asiento donde
una vez dos niños jugaron a poder jugar. No valía la pena intentarlo.
Filosofaba acerca de la idea de ser por fin el progenitor del dios que una vez
el mar heleno inundó. Abrióseme la vista al ver el mono que daba palmas al
compás de la música que unos marineros turcos improvisaban.
Mi gran bicicleta amarilla sabía todo eso. Pero no le
importaba. Sabía que algún día acabaría siendo fundida para ser convertida en
armamento bélico. No valía la pena intentarlo.
Una vez, cuando mi gran bicicleta amarilla me guiaba por las
inundadas y moribundas calles de Miami, un señor con aspecto robusto y
variopinto alargó su mirada hasta el más profundo sueño de mi ser. Arañó hasta
encontrar el porqué de ese devenir. Una vez conseguido, desapareció.
Desde ese día pacté con mis adentros que no volvería a salir
de casa.
Mi gran bicicleta amarilla ya no filosofaba conmigo cuando
las más hermosas damas afinaban sus piernas con el amor de un yonki hacia su
dosis. La alienación había comenzado. In saecua saecularum.
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