lunes, 15 de diciembre de 2014

ARRITMIAS DE MI GRAN BICICLETA AMARILLA

Surcaba las calles con mi gran bicicleta amarilla. Bordillo y desmesuras del Olimpo no eran problema. Secuencias de idénticas personas creyendo hacer algo diferente. Catalogaba por loco a todo aquel a que la gente llamaba cuerdo. Y viceversa. No estaba seguro de porque la ingravidez de la tierra afectaba a las mentes obtusas que lamían bordes de sobres para pegarlos entre sí. No querían que nadie leyese lo que iba dentro del sobre.
Cayó el silencio nupcial y salpicó de brea el asiento donde una vez dos niños jugaron a poder jugar. No valía la pena intentarlo. Filosofaba acerca de la idea de ser por fin el progenitor del dios que una vez el mar heleno inundó. Abrióseme la vista al ver el mono que daba palmas al compás de la música que unos marineros turcos improvisaban.
Mi gran bicicleta amarilla sabía todo eso. Pero no le importaba. Sabía que algún día acabaría siendo fundida para ser convertida en armamento bélico. No valía la pena intentarlo.
Una vez, cuando mi gran bicicleta amarilla me guiaba por las inundadas y moribundas calles de Miami, un señor con aspecto robusto y variopinto alargó su mirada hasta el más profundo sueño de mi ser. Arañó hasta encontrar el porqué de ese devenir. Una vez conseguido, desapareció.
Desde ese día pacté con mis adentros que no volvería a salir de casa.
Mi gran bicicleta amarilla ya no filosofaba conmigo cuando las más hermosas damas afinaban sus piernas con el amor de un yonki hacia su dosis. La alienación había comenzado. In saecua saecularum.


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