Una vez, cuando mis paseos matinales se alargaban hasta el
crepúsculo, descubrí un huerto. Aquel huerto, carecía de sosiego, incluso
parecía que las almas errantes de varios titiriteros turcos habían pasado por
allí. Me pasaba horas y horas mirándolo, incluso llegué a sentir el vacío que
todo huerto rinde a su amo. Un buen día, me acerqué lo suficiente para observar
el color caoba de los frutos que nunca daba. Era el huerto de la nostalgia.
Muchos dijeron posteriormente que ese huerto pertenecía a la diosa melancolía.
Sabía muy bien que nunca volvería por allí. El huerto dejó
en mí un resquemor de tristeza que sólo con la ninfa verde podría olvidar.
También es cierto que muchas noches después de conocer el secreto del huerto, aún lloraba
recordando el sinfín de miedos que bajo esas polvorientas tierras se escondían.
Era un sótano escondido a nuestros ojos. Era una galería de sueños y miedos que
todo huerto necesita.
Poca gente acudió a su funeral. Incluso él mismo llegó
tarde. Sabía, por fin, que el huerto estaba cabalgando sobre piezas imperfectas
de puzzles de eternidad. Por eso, la gente abucheó a la parca cuando por un error
de agendas, apareció por allí. Era por fin su hora.