Me escondo en mi cuarto de las terribles tempestades de allí
afuera. Desconecto de la vida maltrecha e imperfecta y me sumerjo entre la
variedad de sueños que salen de mi ser. Provoco reacciones inhumanas en mi
paladar, mi cerebro vuela como un yonki con su vicio. Estallo de alegría al oír
cerrarse la puerta. Mi sensación de plenitud es mucho más amplia en esta
estrecha habitación que en la inmensa amplitud de esa ciudad iluminada.
Sin sentimiento alguno destrozo las líneas en blanco que
surcan el mar de papeles que yacen sobre mi mesa. Mi alma me transmite la
extraña furia de la sensación de vacío. El sentimiento más oculto de mi ser
consigue expresarse durante un rato. Unos instantes que permiten a mi
imperfecta alma vomitar el más incesante anhelo de libertad que cierne sobre
mí.
El roce de mi bolígrafo con el folio en blanco destroza todo
afán de un utópico silencio que todo loco necesita. Sin maldad ni necesidad de
escapar, cierro los ojos y convierto en quimera la dosis de ebriedad que Dédalo
necesitó para terminar el laberinto. Un alarido de impotencia recorre las
blancas paredes. Sólo Poseidón podría guiarme en esta odisea. Maldigo la
vanidad del ser. Promulgo el odio hacia la gente. Hacia la ciudad. Hacia el
ruido. Hacia los colores. Hacia mí.
Maldecida estuvo la hoja durante la tempestad. Cuando la
incansable tormenta léxica volvió, y mi alma descansó de su particular batalla,
el perfecto ente continuó la senda prometida. El anticlímax acabó con el éxtasis
de odio al sonido. El culto a la soledad y sencillez, grandes y profundas
conclusiones grabadas a fuego en el reflejo de mi ánima.
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