Había una vez en una ciudad llamada Padua una pequeña
universidad. La entrada tallada en piedra caliza, asombraba a cualquiera que
pasase por su lado. Los tapices rojos y negros le proporcionaban calidez a las
piedras que siglos atrás habían servido para dar cobijo a un grupo de
sacerdotes. Las oscuras historias que allí acaecieron a unos pocos
privilegiados fueron desveladas únicamente.
El profesor Dáskalos era un malabarista del vocablo. Daba clase
de ingeniería letrística en la sala más al sur de la universidad. Mégalos
Dáskalos era griego y como buen griego, no era amante de los espacios
reducidos, con lo cual, todas sus clases eran impartidas en el jardín en el que
durante años los frailes había plantado su pequeña cosecha. Ya sea verano o
invierno, las clases debían ser en un espacio abierto.
“Retórica pacífica contra tu escala pentatónica” empezó la
clase Dárkalos, “El mandato en el califato apartó al gato de mi plato”
prosiguió. Tras un breve descanso para estirar pómulos y lengua, la clase
continuó hasta llegar a una palabra con la que no supieron qué hacer: alacet[1].
No encontraron rima que pudiese crear magia con esa palabra.
Esa fue la obsesión de Dáskalos el resto de su vida.
Encontrar una palabra que rime con alacet. Acudió a los más grandes genios
lingüistas. Nadie supo ayudarle.
Encontró la respuesta cuatro años después y la había tenido
delante durante todo ese tiempo. Su vecino Sabda era un muchacho que vino a
Padua con 4 años así que dominaba perfectamente el idioma. El oriundo de Punjab,
siempre jugaba a un extraño juego que se jugaba con un bate y una pelota. Hasta
que un día, preguntó por su nombre. “Esto es críquet señor Dáskalos”. Críquet.
Y esta es la historia de cómo alacet encontró pareja.
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